En plena crisis económica argentina, el Hospital Garrahan fue el faro que salvó a Lara, una niña con graves complicaciones de salud. Esta crónica revive aquellos años de lucha, solidaridad y resistencia en el sistema público de salud, y llama a defenderlo frente a los discursos de odio.
El texto corresponde a Adrian Rozengardt
En los años 2002 y 2003, el país estaba estallado. Pocos meses antes, habíamos volado por los aires. La famosa crisis del 2001 nos dejó en terapia intensiva.
En junio de 2001 nació Lara. Gracias a la prepaga que teníamos, nació en una clínica privada. Pero el caos de su kilo doscientos —era sietemesina— y una malformación del esófago la llevaron, y a todos los que «nacimos» con ella, a pelear día a día por la vida durante años.
En enero de 2002, la prepaga nos derivó al Garrahan: la crisis había arrasado con la cooperativa de la que éramos socios. Y allí fuimos, con Lara y sus pocos centímetros de esófago.
Ella estuvo internada allí dos años. A veces salíamos, volvíamos a entrar, y luego a salir otra vez. Íbamos y veníamos al ritmo de la salud de Lari. Nuestra familia, nuestros amigos, nuestros compañeros saben de lo que hablo. Lari es parte de una familia ampliada que nos acompañó sin descanso.
El Garrahan se convirtió en nuestro día a día, en un faro que siempre estuvo ahí. Mi auto parecía saber el camino solo y buscaba dónde estacionarse por la zona.
Conocí cada rincón de ese gigante. Aprendí a esquivar a los de seguridad, que me perseguían para que no anduviera merodeando por todos lados.
Pasamos noches, días y tardes. Y noches, y días, y tardes. Así, una y otra vez, durante mucho tiempo.
2002 y 2003. ¿Se acuerdan? A veces no había energía ni para la calefacción ni para enfriar las salas. Era una época de mierda —todos lo recordamos—. Y, sin embargo, en el Garrahan le salvaron la vida a mi hija. No una vez, sino varias.
La operaron unos magos que le armaron un sistema digestivo a su medida. La rescataron de varias terapias intensivas unos tipos y unas tipas con los que pasábamos horas hablando, escuchando esos sonidos espantosos —muchos sabrán a qué me refiero—: los monitores y sus alarmas, que a veces ahogaban el llanto de padres y madres a quienes la vida les jugaba una broma cruel.
Conocimos a un montón de gente: médicos, médicas, enfermeros, enfermeras, kinesiólogos, kinesiólogas, laboratoristas, infectólogos, anestesistas, los de imágenes, los que nos servían la comida, los de limpieza…
Y los residentes.
Los residentes estaban siempre. Desfilaban en grupo, siguiendo a los de pelo blanco —o a los que ya no tenían pelo—. Pasaban horas hablando, preguntando, compartiendo, cuidándonos. Eran un mundo de seres humanos diversos, siempre dispuestos a darnos fuerzas, a empujarnos, a sonreírnos… y a veces, a mirarnos con esa seriedad que nos helaba la sangre.
En la peor época de nuestros años recientes, el Garrahan salvó la vida de mi hija. Aun en esos tiempos difíciles, los médicos estaban. El hospital estaba. Todos cobrábamos poco, pero nadie —nunca nadie— puso en duda su importancia, la calidad de su servicio. Nadie acusó a los laburantes (que, seguro, tampoco la pasaban bien). Ahí estábamos todos: Estado, profesionales, padres, madres, niños y niñas, cada uno librando su batalla.
Pero ahora vivimos en tiempos de crueldad. Una larga lista de enemigos inventados se acumula en bocas y tuits de maltratadores seriales que escupen veneno sin parar.
No se puede ser tan cruel. O quizá sí se puede, porque lo estamos viendo. Pero tenemos que demostrarles que no se debe.
Nuestra solidaridad —profunda, humana, sincera y sin medida— con los trabajadores del Garrahan. No solo por lo que vivimos nosotros, sino por el hospital público, por el derecho de todos los chicos y chicas a vivir sanos, a curarse, a soñar con un futuro. Niños de la ciudad, del país, de donde sea. Porque son niños y niñas, y eso ya les da derechos especiales.
No toleremos la crueldad. Nada bueno viene de ella; la historia ya lo sabe. Y la historia la escribimos entre todos.
Nuestra solidaridad —profunda, humana, sincera y sin medida— con los trabajadores del Garrahan. Todos los días. Ahora y siempre.
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Quien escribe sobre el Garraham reconoce que en 2002 todos ganamos poco (gobierno peronista de duhalde), inclusive los medicos del hospital. La diferencia con la actualidad que no se hacían huelgas salvajes extorsionando a su gobierno.