La red no es una nube.
No flota, no se disuelve en el aire como la metáfora digital nos quiere hacer creer.
Internet tiene cuerpo. Y ese cuerpo pesa.
Pesa en kilómetros, en voltajes, en dólares, en decisiones.
Más del 95% del tráfico mundial —voz, imagen, datos, vigilancia—
no viaja por satélites ni por magia inalámbrica,
sino por cables.
Venas de vidrio que yacen dormidas en el fondo del océano.
Tubos que transportan luz, enterrados bajo miles de metros de agua y toneladas de presión.
Un mapa que no aparece en los atlas, pero que define el mundo.
Cada cable submarino es una declaración.
De poder, de estrategia, de propiedad.
El más largo recorre más de 45.000 kilómetros, como un anillo que en lugar de unir, delimita.
Se hunden hasta 8.000 metros de profundidad, donde la oscuridad es total
y la presión puede doblar el acero.
Por esos tubos viajan hasta 500 terabits por segundo.
Más que suficiente para sostener a TikTok, a Wall Street y al Ministerio de Defensa, todo a la vez.
Porque en esta nueva economía de lo instantáneo,
el poder no está en la plataforma:
está en el tubo que la alimenta.
Pero esos tubos no son públicos.
No son neutrales.
Son propiedad privada.
Y sus dueños tienen nombre: Google, Meta, Amazon, Microsoft, Apple.
Cinco siglas que no solo controlan lo que consumimos,
sino también el canal por donde ese consumo fluye.
Google opera o participa en más de veinte cables.
Entre ellos, el Curie, que conecta Chile con California,
y el Equiano, que bordea África con estaciones donde hay mercado,
pero no donde hay necesidad: Nigeria, sí; Níger, no.
Meta financia el 2Africa, el cable más largo del planeta.
45.000 kilómetros bordeando el continente,
como una nueva circunvalación colonial,
conectando 33 países, pero sin entregar el control a ninguno.
Amazon, a través de AWS, no solo almacena datos:
asegura su transporte con infraestructura propia.
Microsoft extiende sus fibras hasta Bilbao.
Apple, más discreta, paga por estar primero.
No cava, no tiende, pero siempre está en la mejor posición.
No compiten.
Colaboran.
Forman un consorcio digital que se reparte el mundo como si fuera una partición de disco.
La red ya no es una telaraña: es un sistema circulatorio.
Y nosotros somos sangre que no controla su flujo.
Pero ¿cómo se cartografía esta red?
¿Qué mapa podría contener sus dimensiones, su velocidad, su sigilo?
Algunos intentan dibujarla con esferas, nodos y líneas de colores.
Mapas de calor, de tráfico, de latencia.
Pero ninguno revela lo más importante:
la red no está hecha para conectar a los pueblos.
Está hecha para dominar territorios.
Cada cable elige su ruta no por eficiencia técnica, sino por conveniencia política.
El Echo, de Google y Meta, conecta EE.UU. con Asia,
evitando pasar por Hong Kong.
El Blue-Raman, impulsado por Facebook, une India con Europa
sin tocar el Canal de Suez,
sino atravesando Israel y Arabia Saudita.
Son rutas pensadas como corredores militares.
No es nuevo.
En 1914, al estallar la Primera Guerra Mundial,
el Imperio Británico cortó todos los cables alemanes del Atlántico en menos de 24 horas.
El primer acto bélico moderno fue un corte de fibra.
La Segunda Guerra los trató como trenes blindados:
transportaban coordenadas, alianzas, estrategias.
Hoy, la vigilancia se hace desde el abismo.
La NSA no escucha desde el aire:
pincha desde el fondo del mar.
Edward Snowden lo reveló en 2013:
no hace falta invadir, basta con interceptar.
Y los cables son puertas abiertas si sabés forzarlas.
China no se queda atrás.
Su exempresa estatal Huawei Marine —rebautizada como HMN Tech—
tendió más de 70.000 kilómetros de fibra.
Sus cables cruzan Asia Central, bordean África y llegan a América Latina por el Pacífico.
Un sistema autónomo, una red paralela.
Estados Unidos responde con bloqueos, permisos denegados, presiones diplomáticas.
El mapa de Internet se fractura.
Una Internet atlántica, otra pacífica.
Una occidental, otra asiática.
El sueño de la interconexión global se convierte en una frontera fragmentada.
Un territorio en disputa.
Y mientras las grandes potencias trazan sus venas digitales,
el sur global observa desde el margen.
Sí, está conectado.
Pero conectado como un cuerpo colonizado.
Pinchado por agujas ajenas.
Por donde circula más vigilancia que conocimiento.
En 2023, más de 2.600 millones de personas seguían sin acceso a Internet.
Un tercio de la humanidad fuera del lenguaje digital.
Y entre quienes están “conectados”, la exclusión sigue.
No es binaria, es estructural.
África tiene un 37% de penetración.
Asia, 61%.
América Latina, cerca del 80%.
Pero la velocidad y el costo revelan otra cosa:
en Uganda, un gigabyte puede costar el 15% del ingreso mensual.
En Alemania o EE.UU., menos del 1%.
Y entonces, ¿eso es conectividad?
¿O es una nueva forma de exclusión?
La paradoja es feroz:
el sur digital genera datos, pero no derechos.
Está en línea, pero en silencio.
La red lo usa, pero no lo representa.
Pero no todo fluye por cables corporativos.
En los márgenes también laten otras redes.
Pequeñas, solidarias, comunitarias.
Redes que no se instalan: se cultivan.
En México, comunidades zapatistas diseñan sus propias redes autónomas.
Usan software libre, equipos reciclados,
y sobre todo, un principio:
la conexión es un derecho, no una mercancía.
En Argentina, cooperativas rurales tienden fibra con sus propias manos.
Cablean escuelas, plazas, casas.
No para vender paquetes premium,
sino para garantizar que nadie quede afuera.
En Bolivia, comunidades indígenas desarrollan servidores locales.
Redes que no priorizan la velocidad,
sino la soberanía.
Que no venden lo que recogen.
Que no espían.
También en Múnich, Barcelona, Estocolmo,
gobiernos locales han recuperado la infraestructura digital como bien común.
Y en África, donde las multinacionales solo tocan las costas,
las comunidades abren senderos invisibles,
por donde circula dignidad en forma de datos.
Esas redes no tienen 500 terabits por segundo.
Pero tienen otra medida:
la del cuidado,
la de la autonomía,
la del encuentro.
Porque la soberanía digital no se decreta:
se construye. Nodo a nodo.
Y cada nodo es una decisión.
¿Queremos una red para mirar anuncios?
¿Para alimentar inteligencias artificiales que nunca conoceremos?
¿O queremos una red para contar nuestras historias,
defender nuestros territorios,
imaginar lo que todavía no existe?
La red puede ser telaraña.
Pero también puede ser hamaca.
Red de afectos.
Red que sostiene.
Hoy, las venas del planeta laten al ritmo de Wall Street y Silicon Valley.
Pero también pueden latir al ritmo de una comunidad que se organiza,
de una escuela que cruza un monte para conectarse,
de un barrio que comparte señal como quien comparte pan.
No basta con conocer la red.
Hay que narrarla.
Hay que denunciarla.
Y sobre todo, hay que soñarla distinta.
Porque otra red es posible.
Una red que no nos traduzca en producto.
Una red que no nos consuma.
Una red nuestra.
De carne y de código.
De raíz y de voz.
Una red que no se imponga.
Sino que se teja.